24 febrero 2008

Cerro Gordo


Por Marcos Pérez Ramírez
Estaciona y desmonta la bicicleta. Déjala a tu costado y detente a contemplar el bravío e insondable mar. Siente la brisa. Respira hondo. El salitre alimenta tu cuerpo. Estás observando un pedazo de paraíso, esa utopía que con magnífica ironía Dios fragmentó por todo el orbe, quizás como constancia de nuestra fragilidad, tal vez cual un recordatorio de la majestuosidad de la naturaleza.

Estás en Cerro Gordo. Hazte de tu bici y empina hacia la falda del bosque Breñas. Pasa frente a la línea del progreso cementero enmascarado por los walk-ups y da gracias porque el fervor desarrollista no ha dado al traste con tanta belleza. La subida es un tanto dura, mas una vez alcances el trillo te darás cuenta de que resta poco tiempo antes de esfumarte en la espesura. Comienza el recorrido: las palmeras te abrazan; los almácigos se desnudan para mostrarte las metamorfosis de sus troncos; los almendros reinan en las alturas y las uvas playeras sostienen el terreno, suave como una alfombra persa. Cuidado con las raíces, los cocos imprudentes y las pencas rendidas: los responsables de que este camino sea siempre nuevo. Si Heráclito hubiera hecho este recorrido en una bici de montaña, quizás no hubiera metaforizado con un río. Deja que tu nariz perciba los aromas. Huele a vainilla mezclada con jengibre, a sal, a hoja húmeda.

Lánzate por las pendientes riesgosas para que el mar deje su rocío sobre tu piel. Ahora aprecias su oleaje, ahorita desaparece su furia. Regresas al verdor y el Atlántico se hará un rumor. Crees que avanzas sin coto, pero enseguida el cangrejo ermitaño y la paloma sabanera te dan alcance. Aquí todo se muestra despacio. Deja morir tu prisa.

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